
Se llamaba Lucía. Me lo había dicho en la fiesta en la que habíamos estado, pero yo había intentado sacarme ese nombre del marote, porque a decir verdad no me esperaba mucho más. Lo había anotado ella misma, en el papelito que yo guardé sin mirar en mi bolsillo de atrás.
Lucía.
“Lucy. Me llamo Lucy. Decíme Lucy, dale…”, me pedía y yo me recagaba de la risa. Para hacerle la contra, le decía “Vení acá, Santa Lucía…” y la apretaba contra mí. El Santa Lucía era por una canción que había escuchado cuando era un nene, en un disco de mi viejo. Una canción de Roque Narvaja que él siempre cantaba cuando andaba de buen ánimo.
Y ella se vengaba: “Santa Lucía? No te puede gustar Roque Narvaja, hijo de puta. Roque Narvaja les gustaba a mis papás”, me decía, riéndose también.
Y me besaba un rato largo. Y después me miraba.
Ya casi ni necesitábamos hablar.
Era tan inocente…
Bah, los dos éramos inocentes. Yo por ejemplo, creía que ella no sabía administrar la guita. Íbamos caminando por la calle y veía algo que le llamaba la atención en las vidrieras y “perá, perá, me decía, “que ya vuelvo”, y yo sabía que había entrado a comprar eso que le gustaba.
Nunca terminaba de entender si estaba tratando con una compradora compulsiva, una mina que tapaba todo tipo de carencias afectivas con cosas materiales. Yo había leído en una revista algo de la gente con problemas emocionales, que compra y compra para satisfacer las angustias mal cogidas. Y me había convencido de eso. Incluso había sacado mi propia conclusión: La gente estaba tan necesitada de vida, la gente vivía pocas cosas tan poco ciertas…
Y tenía que inventarse sensaciones. Buenas sensaciones nuevas.
Hijos de puta; los veía en los shoppings, los veía en el super y jamás lograba adivinar una emoción real en esas caras. Ni una. Jamás podía ver una cara que expresara algo de verdad.
Es decir; estaban tristes o contentos? Mierda, estaban gastando guita! Se suponía que tenían que estar felices! Se suponía que la guita hacía la felicidad, o al menos la compraba!
Pero era extraño. No pasaba así con ella.
Ella odiaba ir al super o a los shoppings. “Me siento incómoda. La gente está inventando poses todo el tiempo, y todo el tiempo está tratando de llamarte la atención”, decía suspirando .
Y en esa, yo le daba la razón, absoluta y totalmente. En eso estábamos de acuerdo los dos. Pero igual iba. Es decir, me acompañaba. Porque adoraba comprarme hamburguesas de Burger King o de Mc Donald’s y verme devorarlas.
“Vas a terminar muerto, gordo. Sin hígado o con cáncer en el cólon. Hecho mierda. Me vas a dejar sola y no hemos llegado ni siquiera a ser novios de verdad. Y ni hablar de vivir juntos…” Y se reía.
Le gustaba verme disfrutar.
Tardé un poco en darme cuenta de que el dinero, en realidad no le importaba. Jamás había visto a alguien como ella, entrando a una rotisería a comprar un poco de comida, presa de la histeria porque en la esquina había visto a un mendigo durmiendo en un zaguán. Así de desinteresada era, ojos celestes. Así de sensible era, Santa Lucía.
Lloraba desconsolada de emoción escuchando algunas canciones de los Beatles. Lloraba mucho escuchando “Happiness is a warm gun”. Yo de inglés, no entendía un carajo. No sabía qué mierda le pasaba. Los Beatles la sensibilizaban a morir. También se ponía triste si, caminando por la calle o en una plaza, veía a a alguna madre cagando a pedos a su hijo. Y lloraba. Todo la sensibilizaba a rabiar.
“Ves? Por eso yo no quiero tener hijos. A esta hija de puta, el pibe le sirvió los tres primeros años. Ya cuando creció y dejó de ser bebé, lo educa de la peor manera que se le ocurre. Con gritos.”, me decía cuando se le pasaba la tristeza y lograba apenas violentarse. Porque juro que jamás se violentaba.
Era tan inocente…! Y yo, que no lograba descifrarla!
Era triste. Era dulce. Y a veces, también era un poquitín violenta. Casi nada, bah.
Pero yo me estaba comenzando a enamorar de verdad.
Quiero decir; hija de puta, me cagaba de gusto que fuera tan tremenda. Tan de todo el mundo, pero a la vez, apegada tanto a las cosas chiquititas que yo era.
Yo jamás iba a poder ser gran cosa para ella.
Por ejemplo, yo no lograba arreglármelas muy bien para las cosas fuera de mi casa. Me daban fobia las personas. No podía mirar a un extraño a los ojos. No lograba despegar. La gente tenía una armadura que yo no podía ni quería atravesar. Ojos celestes me decía que esos eran los más débiles, los más vulnerables.
Igual, yo prefería estar en casa. Ella me ayudaba un poco. Venía a limpiar y me ordenaba los discos, las revistas. No era muy buena en lo de limpiar pisos, y yo le decía que se dejara de joder.
“Vos harías lo mismo por mí. Si supieras hacerlo, mugriento de mierda” me contestaba entre enojada y divertida.
Y cruzaba los ojos, sacaba la lengua y guardaba mi ropa sucia en una bolsa de consorcio.
Y se la llevaba a la casa de sus padres. “Nosotros SÍ tenemos lavarropas. La vamos a lavar y a perfumar, qué te parece?”, me sugería, tratándome como trataría a un nenito de primaria.
“Sssssi mamáaa…”, le contestaba.
Yo había vivido sin conciencia de mi ropa o de mis hábitos. Nunca me daba cuenta si algo estaba fuera de lugar.
Y Santa Lucía me estaba comenzando a hacer un poco gente.
“Pero Lucy, la mona, aunque se vista de seda…” comenzaba a decir yo…
“…mona quedarás!”, completaba la frase, resignada. “Eso lo decía mi abuela, viejo choto. Me hartaste, me voy. No te soporto. Por hoy no quiero verte más”. Y en efecto, se iba, cerrando de un portazo.
Yo me había escapado de mi casa hacía mucho tiempo, peleado con mis viejos. Yo era libre. Yo era really punk. Yo era más de Lou Reed, de Waits, de los discos de Invisible o de Pescado. Yo jugaba en el equipo de Tarzán. Yo era really motherfucker.
Y ahora, ojos celestes, Santa Lucía, estaba comenzando a hacer de mí un animalito de costumbres.
Y entonces, pensaba en el cuento “El principito”, de Antoine de Saint Exùpery. Pensaba en el capítulo ése, en donde aparece el zorro y habla de cómo la gente logra apegarse a ciertas cosas.
“Pero El Principito es de maricas!”, me gritaba a mí mismo algunas veces, ya estando solo y en silencio.
Y me iba a dormir sin entender ni mierda, qué carajo me pasaba.
Estaba claro como el agua.
Yo era un pelotudo.
Y era cierto. Me estaba comenzando a enamorar de verdad.
Me gusta:
Me gusta Cargando...