Qué curioso; lo único que recuerdo de cuando desperté, es la sangre en el piso…
Qué querés que te diga…! La maté porque la cagaba amando, y porque sabía que iba a serme indefectiblemente infiel; aunque yo no le diera motivos, aunque yo no le diera razones. Y lo único que recuerdo de cuando desperté es eso: La sangre en el piso.
Después vino ese sentimiento de culpa que suele seguir a las monstruosidades que uno comete. Ese sentimiento que acompaña las aberraciones de las que somos capaces como seres humanos y que pretenden alivianar un poco el peso en la propia conciencia, a la vez que liberarnos de alguna carga autoimpuesta: el sentimiento de culpa.
Para cuando acabé de despabilarme, todo se había hecho demasiado real, demasiado concreto. Las sillas, la mesa, el perchero en donde ella ya no tiraría, como al descuido, su campera de jean gastada, en otra de sus escasas pero memorables apariciones; el llavero al lado de la puerta…todo parecía estar demasiado cerca, demasiado junto; como si los átomos de todas las cosas de este mundo, vivientes o no se buscasen con violencia para soldarse entre sí y dar paso a una gran unidad que representase el todo. Mierda. Sentí que me volvía loco. Dejé de pensar cosas que no tenían sentido, y traté de recordar qué fue lo que había sucedido exactamente. La primera imágen que me vino a la mente fue su sonrisa, un poco inocente, un poco despectiva; una rara mezcla de risa de niño que ya no puede ocultar su travesura con la sonrisa de un asesino que va a ejecutar a su víctima con el placer que sólo puede otorgarle la maldad.
Así que ahí estaba ella, tratando de convencerme de que esta vez sería para siempre, que se iría y ya no regresaría si yo continuaba con mis celos idiotas. Puta. Un forcejeo entre los dos y una sonora cachetada de su parte. Nunca me vas a dejar.
Puta.
A esta altura de los hechos eran audibles también las risas de los vecinos, que se sabían de memoria nuestras cotidianas discusiones a la vez que estaban enterados también de la vida que ella hacía, de la vida que le gustaba llevar.
Puta.
Recuerdo también un acceso de ira, y de cómo tomé la navaja sevillana que cierta vez me regalara un amigo, mentiroso y ladrón que parecía estar emparentado con gitanos. Una navaja sevillana real.
Acero español. Lo indestructible. Lo bello. Lo mortal.
Aquí es en donde las imágenes comienzan a distorsionarse, no sé si por sus gritos, confundiendo el ahogo y la deseperación, y que yo creía de otra persona, ajena a la persona que en ese momento tenía frente a mí; no sé si por el inmenso regocijo que sentí al apoyar mis labios por primera vez en su herida, en la garganta, justo a la altura de la tráquea. Lo cierto es que ya no pude separarme de su cuerpo, sorbiendo hasta la última gota de sangre mezclada con sudor; la alianza nueva y eterna, la que nos haría indivisibles, la que nos uniría aún más, hasta el final de los tiempos…
Debo admitir que de una sola cosa no soy culpable, no me siento culpable: Su cuerpo desapareció en una gran hecatombe, un purificador incendio que redujo a nada su hermoso rostro y sus pecados. Y aunque tengo la íntima convicción de que voy a sentirla dentro de mí hasta el fin de los días, no reniego de haberla hecho extinguirse en las cenizas.
Polvo al polvo; del polvo eres y al polvo volverás.